… un hombre, que sabía que había un lugar en un tesoro llamado Penabranca, y no encontrando el sitio, compró una fanega de monte y en la escritura le puso Penabranca, y le pedía a todos que le llamasen Penabranca al lugar y, pasados algunos años y cuando ya lo de Penabranca estaba en todos y nadie le llamaba de otra forma, fue allí y encontró un tesoro. El tesoro de Penabranca que él sabía que había en Penabranca1.
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Parece tan claro que esa potencia del alma que llamamos fantasía tiene virtudes creadoras, parece tan patente que la imaginación ha de ser el escalón por el que se comienza a subir la escalera de la creación, que fácilmente nos olvidamos que la imaginación posee unos órdenes de reflexión sobre ella misma, en cuyo inicio, y como punto de partida, está un cierto impulso que es, como quiere Campbell, donde reside toda posibilidad de desarrollo de lo que llamaremos, fieles al significado griego de la palabra, mito. Hay, en el abrirse de los momentos imaginarios, como un poder de centro, que es al posibilidad de la comunicación total y llena de lo imaginado. Ese poder de centro en el que se cuenta –mytos significa cuento-, ese poder de centro en el mito, no es diferente de eso que los grandes mitógrafos, Eliade o Risco, llaman “mito de centro”. Mansikka señaló que en el complejo del mito de centro hay la conciencia llena de quien lo recibe, adora o sirve, de que se trata de una relación imaginada y que para nada tiene que ver con los Génesis y las Cosmologías de los pueblos en el que triunfa. La mayoría de las veces, ese mito de centro, nació de un sueño. De un sueño grande y repetido muchas veces, obtenida la repetición por medios rituales, por su propia perfección infalibles.
La imaginación, bien lejos de ser esa puissance d’erreur2 denunciada por Pascal y mirada con desconfianza por el racionalismo clásico, es el fermento necesario de todas las formas superiores de la actividad creadora: la ciencia que explica el mundo o la técnica que lo transforma, el discurso del filósofo, la tabla del pintor, la fábula del poeta o del novelista. Lejos de ser estéril, ella es, como decía Bachelard, esencialmente oeuvrante4, simienta el alma de emociones, de imágenes y de símbolos, que refuerzan el vigor de su camino hacia la belleza y la verdad. Tanto más eficazmente, sin duda, que la atención del espíritu que se abandona a los encantos y a las invitaciones de lo imaginario, como dice Pierre-Henri Simon, va voluntariamente a algún proyecto de saber, de poder o de contemplación, dibujando así la línea de fuerza que orientará y concentrará el sueño. Schuhl, en su denso estudio Imaginer et réaliser, piensa que la angustia es artificial y paralizante, y que la ensoñación, la rêverie, l’exorcisme, siendo mucho menos fuga del mundo que adentramiento dichoso, es bienestar que favorece el genio de la invención.
Cuando el emperador de la China mandaba componer el diccionario, establecía el lenguaje y obligaba a que cada palabra se adecuase perfectamente a cada cosa, en una valoración superior y realista del lenguaje, ajena a todo nominalismo, tenía la seguridad, si fuere un filósofo del lenguaje, de que derrotaba una valoración inferior de la palabra, pero no su pensamiento de ordenador, de imperativo casi cósmico; el sabía que se oponía de una forma decisiva a una nueva creación del mundo. Sumisas quedaban las palabras a los significados, y nadie, con una palabra dada, podía nombrar válidamente una cosa diferente de aquella recibida por el Gran Ordenador. Con lo cual, en la China, durante algunos siglos, el Pez de los Sueños se durmió, y la imaginación humana quedó atada detrás de una puerta de madera que tenía novecientos noventa y nueve clavos de hierro. Cuando en otra edad los poetas comenzaron a darle a las palabras significados diferentes, a nombrar con ellas otras cosas que no eran las de los cuadros del diccionario imperial, no solamente volvió la imaginación al mundo, sino que, en un sentido que yo osaría decir estricto, volvió el mundo a ponerse delante de los hombres, desde la rama florida del albaricoque a la memoria de un camino que va entre montes de cimas amadas por la niebla, y que uno recorrió en un vigoroso caballo por un amor de juventud. Y fueron posibles cambios. Hubo nuevos árboles, nuevos pájaros, otra femenina belleza, nostalgia que en algunos era voluntad de morir, y hasta nuevos impuestos y una reforma agraria.
En el Kalevala de los finlandeses antiguos, el héroe Wainamoinem no puede terminar su nave porque desconoce la palabra con la que puede hacer la proa y la palabra con la que puede clavar la quilla. Conocidos son los penosos viajes que hizo a través de terribles sucesos, hasta encontrar a quien se las dijo. Y teniendo en boca las palabras, hizo con ellas la proa y la quilla. Los filólogos, que estudiaron este gran poema, saben que las palabras aquellas no significaban nada si no estaban llenas de la imagen de la proa y la quilla, si no respondían, por decirlo de alguna manera, a una imaginación previa y dramática, en la que la nave del héroe va por la alta mar saludando a los vientos. Pues mediante este verbigracia siempre se llega a un punto en el que tenemos que preguntar por la veracidad de lo imaginado, es decir, por la capacidad de creación de la imaginación, por un lado, y por la cantidad expresa de posibilidades reales que exista en lo imaginado. Son, según veo, cosas muy diferentes. La investigación sobre este tema le lleva a uno a pensar que toda imaginación es una respuesta a una pregunta, en el mismo sentido que lo es todo mito3
Álvaro Cunqueiro, Tesoros y otras magias. Barcelona: Tusquets Editores, S.A., 1996 (1ª ed. 1984)
1. Artículo “Tesoros nuevos y viejos” (pág. 51)
2. Poder del error
3. Artículo “Imaginación y creación” (pág. 194-197). Publicado en gallego por primera vez en la revista Grial, nº 2, 1963.