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la película que no se ve (1994)

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Les vacances de Monsieur Hulot (Jacques Tati, 1953)

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Un buen guión es, en realidad, aquel que da lugar a un buen filme. Cuando el filme nace a la vida, el guión ya no existe. En la película ya terminada es, sin duda, aquello que se ve menos, esa primera forma aparentemente completa que, sin embargo, está destinada a transformarse, a desaparecer, a confundirse con otra forma, que será la definitiva.

Cuando yo tenía veinticinco años y acababa de publicar mi primera novela, mi editor, Robert Laffont, me propuso –sabiendo lo mucho que me atraía el cine- participar en un extraño concurso. Acababa de firmar un contrato con Jacques Tati para publicar dos libros inspirados en dos de sus películas, Las vacaciones del señor Hulot (Les vacances de Monsieur Hulot, 1951) y Mi tío (Mon oncle, 1958), entonces en pleno rodaje. Tati propuso a Laffont que dijera a algunos de sus más jóvenes autores que escribieran un capítulo de Las vacaciones del señor Hulot. Después, él escogería al novelista definitivo.

Acepté y gané, lo cual, sin que yo lo supiera entonces, decidió mi vida. Jacques Tati escogió mi capítulo. Un capítulo que yo había escrito en primera persona cediendo la palabra a uno de los personajes del filme: un viejecito muy pulido que se pasea siempre con su mujer, con las manos a la espalda, aburriéndose cada año durante tres o cuatro semanas, y al que el señor Hulot, claro está, estropea las vacaciones.

Tati me citó en su oficina, cerca de los Campos Elíseos, y yo me presenté allí con el corazón latiéndome apresuradamente. Por primera vez en mi vida iba a entrar en una productora. Aquel hombre, al que yo admiraba tanto, me recibió enseguida. Hablaba poco y miraba a la gente de una manera extraña pero minuciosa. Primero me preguntó que sabía yo del mundo del cine. Yo le respondí que era lo que más me gustaba del mundo, que iba a la Cinémathèque tres veces a la semana, que…

Me interrumpió con un gesto de su mano:

– No es eso. Lo que quiero saber es qué sabe usted exactamente del mundo del cine, de la manera en que se hace una película.

Le respondí, sinceramente, que muy poco, casi nada.

– ¿Nunca ha hecho cine?

– No, señor

Llamó a su montadora, Suzanne Baron (con la que después yo trabajé varias veces, en El tambor de hojalata [Die Blechtrommel, 1979], de Volker Schlöndorff, por ejemplo), y le dijo:

– Suzanne, muéstrele a este joven lo que es el cine.

En tres o cuatro minutos, con instinto infalible, Tati acababa de darme mi primera gran lección: para instalarse en el mundo del cine, del modo que sea –aunque sólo se trate de escribir un libro a partir de una película- hay que saber primero cómo se hace, hay que ponerse en contacto con la técnica. De nada sirve pretender ignorar, con el desdén típico de algunos hombres de letras, todas esas máquinas y ese quehacer profesional.

Muy al contrario, hay que acercarse mucho, tocarlo, vivir con ello.

Ese día, Suzanne Baron me llevó a una sala de montaje, situada en el mismo inmueble. Me hizo entrar en aquella pequeña y sombría habitación y me instaló ante una misteriosa máquina que respondía al nombre de Moritone. Cogió la primera bobina de Las vacaciones de Monsieur Hulot y la puso en la máquina. Luego, en alguna parte, se encendió una bombilla. Las imágenes empezaron a aparecer en la pequeña pantalla y Suzanne me mostró como podía hacer avanzar y retroceder el filme, como podía congelar la imagen, acelerar el movimiento, ralentizarlo, volver al punto de partida, todo ello mediante una pequeña palanca metálica. Una palanca mágica que me permitió jugar por primera vez con el tiempo.

Cuando toda la parte mecánica estuvo en marcha, Suzanne puso a mi lado un ejemplar del guión del filme y me dijo algo que nunca olvidaré y que constituyó mi segunda gran lección de aquel día, aunque no me diera cuenta de ello hasta mucho más tarde.

Puso la mano sobre el guión, luego sobre la bobina de la película, y me dijo:

– El problema consiste en pasar de esto a esto.

El problema. Es muy fácil de decir. Se trata de una frase que, si no se le presta mucha atención, podría pasar por una observación más bien vulgar, incluso banal. Pero, en realidad, incluye en si misma el secreto de la transformación. Indica claramente lo esencial, es decir, que el rodaje de un filme es una operación verdaderamente alquímica, que consiste en transformar papel en película, pasar “de esto a esto”. Una transmutación en la que es la propia materia la que se transforma.

Es bien sabido que, al final de un rodaje, el guión suele tirarse a la basura. Es rechazado, abandonado, destruido, ya no existe, por que se ha convertido en otra cosa. Con bastante frecuencia, he comparado esta inevitable metamorfosis con la oruga que se convierte en mariposa. El cuerpo de la oruga contiene ya todas las células, todos los colores de la mariposa, es su virtualidad. Pero aún no puede volar.

[Extracto págs. 112-113]

 

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L’Opium et le Bâton (Ahmed Rachedi, 1969)

En 1974, el cineasta argelino Ahmed Rachedi estaba rodando una película¹ en las montañas de Cabilia. Había contratado, para un pequeño papel, a una anciana que sólo hablaba cabilo y no sabía nada de cine.

Un joven actor argelino interpretaba el papel del hijo de esta mujer. Siguiendo escrupulosamente el guión, en una escena lo mataban de varios disparos y se llevaban su cuerpo. Siguiendo las instrucciones del director, la anciana lloró desconsoladamente, y lo hizo lo mejor que supo. Su pena parecía auténtica.

A la mañana siguiente, por ciertas razones técnicas, hubo que rodar de nuevo la misma escena. Ahmed Rachedi se lo explicó rápidamente a la mujer, pidiéndole que hiciera exactamente lo que había hecho el día anterior. “Vamos a matar a tu hijo por segunda vez”, le dijo, “así que lo único que tienes que hacer es llorar como ayer”.

Pero la mujer no entendía nada. Para ella, para aquella anciana, el joven actor que interpretaba a su hijo había muerto. Había visto, con sus propios ojos, como brotaba la sangre que suele ocultarse, en pequeñas bolsas de plástico, bajo las ropas de los actores, y que un mando a distancia hace estallar. Había visto caer al joven, y como se llevaban su cuerpo. Por la noche, no había vuelto a encontrarse con él. Como las otras víctimas de los pocos filmes que había visto, para ella, y sin ningún género de dudas, estaba muerto. En el cine, actividad mágica y peligrosa, se mata de verdad. Hubo que llamar al actor, mostrárselo y obligarla a que lo tocara, para que ella consintiera volver a interpretar la escena en que mostraba su dolor.

Sin embargo la anciana no salía de su asombro. En otra escena, a un policía francés que le preguntaba con irritación “Pero, ¿es que no entiendes el árabe?, ella debía responderle algo referente a su hijo. Pero en lugar de decir el texto que se le había proporcionado, respondió simplemente “No” a la pregunta del otro actor. El director interrumpió la filmación y le explico que debía “interpretar”, decir lo que se le pedía que dijera. Ella continuó en sus trece y, como era cierto que sólo hablaba en cabilo, se empeñaba en contestar “No” a la pregunta de si comprendía el árabe. Y añadió (en cabilo):

-No voy a empezar a mentir a mi edad.

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[…]

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En los años 70, y también en Argelia, un grupo de cineastas y médicos realizaron un documental didáctico sobre una enfermedad de los ojos muy extendida en una provincia del centro del país. Seguidamente, algunos equipos itinerantes presentaron el filme en los pueblos y organizaron debates. Esta enfermedad, un tracoma, era provocada por una mosca que la película mostraba en primer plano en varias ocasiones.

Al final de la proyección, la gente declaraba que el filme no les interesaba lo más mínimo. Incluso parecían sorprendidos de que se les hubiese proyectado.

– ¡Pero si casi todos tenéis tracoma!, les dijo un médico.

– Si, pero no de moscas tan grandes como esa

No han visto la película, han visto la mosca.

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[…]

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Bataille sur le grand fleuve (Jean Rouch, 1951)

En los años 60, el etnólogo y cineasta francés Jean Rouch rodó un filme² sobre la caza del hipopótamo. Lo filmó con los habitantes de un poblado cerca del Níger. Al mismo tiempo, grababa la música con los propios cazadores. Luego se instaló en Dakar para montar la película y añadir la música a la banda sonora.

Cuando hubo terminado su filme, algunos meses más tarde, lo presentó ante los habitantes del poblado, que organizaron una gran fiesta que duró toda la noche. Aquella gente quiso ver la película seis veces seguidas y se declaró encantada. Se reconocían en la pantalla sin ninguna dificultad, reconocían a sus padres y a sus amigos, e incluso manifestaron una gran emoción al ver los que habían muerto en el intervalo.

No se planteó ningún problema comparable al de la mosca en primer plano. La película parecía admitirse perfectamente como tal. Al amanecer, mientras todo el mundo felicitaba calurosamente a Jean Rouch, algunos quisieron hacer una salvedad. La música no era la adecuada. En absoluto.

Jean Rouch se quedó de piedra. Y luego les dijo:

– ¿Pero si es vuestra propia música! ¡La he grabado aquí mismo, en vuestro poblado!

-Sí, sí –respondieron ellos-. La hemos reconocido, es nuestra música. Pero si se tocara de esa manera, durante una cacería, los hipopótamos saldrían corriendo.

[extractos págs. 41-44]

1. Probablemente Jean-Claude Carrière se refiere a L’Opium et le Bâton (Ahmed Rachedi, 1969)

2. Probablemente Jean-Claude Carrière se refiere a Bataille sur le grand fleuve (Jean Rouch, 1951)

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Extractos: Carriere Jean-Claude. La película que no se ve. Trad. Carlos Losilla. Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica S.A., 1997. [The secret Language of film. New York: Pantheon Books, Random House, 1994].


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