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Bach, Variaciones Goldberg, Aria
Glenn Gould, piano
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En 1741, un acaudalado conde (o algo parecido) tenía problemas de salud e insomnio. Como solía hacerse en la época, contrató a un músico para que viviera en su casa y tocara el clavicordio mientras él pasaba la noche en vela, enfrentándose a sus demonios. Aquello era el equivalente barroco a los programas de debate radiofónicos.
El músico se llamaba Goldberg, y el conde lo llevo a ver a J. S. Bach para que éste le diera clases. Al termino de una de esas sesiones, el noble comentó que le gustaría que Goldberg pudiera tocarle algunos temas nuevos, para ver si lo animaban un poco a las tres de la madrugada. El Trankimazin todavía no había sido inventado.
A raíz de esto, Bach compuso una de las piezas de música para teclado más imperecederas y potentes que se han creado jamás, que acabó denominándose variaciones Goldberg: un aria a la que siguen treinta variaciones que terminan, cerrando el círculo, con una repetición de esa misma aria. El concepto del tema y las variaciones se parece al que se observa en un libro de relatos cortos basados en una idea unificadora: el primer cuento describe un tema en concreto, y cada uno de los siguientes guarda cierta relación con dicho tema.
Para un pianista, estas son las composiciones musicales más frustrantes, difíciles, abrumadoras, trascendentes, traicioneras e intemporales. Como oyente, en mi tienen un efecto que solo logran los medicamentos más punteros. Son clases magistrales sobre Lo Maravilloso, y contienen todo lo que una persona podría querer saber a lo largo de su vida.
En 1955, un joven, brillante e iconoclasta pianista canadiense llamado Glenn Gould se convirtió en uno de los primeros músicos que las interpretó y las grabó al piano, en vez de hacerlo al clavicordio. Decidió incluirlas en su primer disco, lo que espantó a los ejecutivos de la discográfica, que querían algo más convencional. El álbum pasó a ser uno de los más vendidos de todos los tiempos dentro de su género, y hoy en día sigue siendo una referencia para los demás pianistas. Ninguno logra igualarlo1.
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Un artista creativo se pone a trabajar en su siguiente composición por que no ha quedado satisfecho con la anterior. (Dimitri Chostakovitch)2.
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Ser únicamente quien eres, en un mundo que hace todo lo posible, continuamente, por convertirte en todos los demás, implica luchar la batalla más difícil que puede librar cualquier ser humano. (E.E. Cummings)3
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Nos pusimos a trabajar. De una forma que no sabía ni que existía. Lenta, cuidadosamente, con una atención casi inhumana en los detalles, una concentración intensa y miles de anotaciones. Me enseñó trucos que lo hicieron todo posible, el más útil de los cuales fue su método rítmico: al tocar el piano, los pasajes más complicados son aquellos en los que aparecen carrerillas de notas rápidas, que él dividía en grupos de tres o cuatro. Después las volvía a dividir formando distintos ritmos, diez en total, en cada uno de los cuales se enfatizaba una de las notas de ese grupo, bien recalcándola, bien alargando la anterior (sosteniéndola un cincuenta por ciento más de tiempo de lo escrito). Un poco como si un corredor de fondo dividiera todos y cada uno de los movimientos mecánicos que le pide a su cuerpo al correr un maratón, y después ensayase repetidamente esos micromovimientos, uno tras otro, para después empezar a unirlos todos.
Enseñé a mis dedos a tocar todas las variaciones de cada grupo de notas de todas las formas posibles. Después ejecutaba el pasaje al completo; y aunque tardara cincuenta putas veces, al final lo tocaba perfecto, tal como estaba escrito. Aquello fue como una puerta que se abre: si pasas varias horas trabajando lenta y metódicamente, acabas interpretando las piezas de forma brillante y con una rapidez y seguridad mucho, mucho mayores que si te limitas a ensayar a lo bestia. Esto fue una revolución enorme, por que implicaba que todas las piezas que me habían parecido imposibles de tocar de pronto eran posibles. Finalmente entendí la regla de las dos milésimas de segundo de la que Edo me había hablado: la idea de que, para casi todo el mundo, esa fracción de tiempo pasa desapercibida, aunque para un piloto de fórmula 1 supone la diferencia entre llegar el primero o el décimo. Mucha gente puede llegar a tocar bastante bien el piano en un período relativamente corto, pero para llegar a lo más alto, para poder llegar a tocar de modo que importen esas dos milésimas necesarias para dejar de ser bueno y pasar a ser un grande, pueden necesitarse veinticinco años de trabajo infatigable, concentrado, constante. Me daba la impresión de ser una persona que había estado paralítica de cintura para abajo y que de repente podía caminar de nuevo, aunque con mucho esfuerzo y ensayo4.
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La verdad es que el Concierto en sol mayor fueron dos años de trabajo. El tema inicial se me ocurrió en un tren entre Oxford y Londres. Pero esa primera idea nunca sirve de nada. Luego empezó la labor de esculpir. Ya se ha acabado la época en que se consideraba que al compositor le llegaba la inspiración y se ponía a anotar febrilmente en un papel lo que le venía a la cabeza. La composición musical es una actividad intelectual en un setenta y cinco por ciento. (Ravel)5
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Encontrad lo que os encanta y dejad que os mate6
Después del inevitable ¿Cuántas horas ensayas al día? Y del “Enséñame las manos”, el comentario más habitual que me suele hacer la gente cuando se entera de que soy pianista es el siguiente: “Yo tocaba el piano de pequeño, lamento mucho haberlo dejado”. Supongo que los escritores han perdido la cuenta de la cantidad de personas que les han dicho que “siempre han llevado un libro en su interior”. Parece que nos hemos convertido en una sociedad de creatividad perdida y añorada. Un mundo en el que la gente se ha rendido (o los han forzado a rendirse) a una vida sonámbula compuesta por el trabajo, las obligaciones domésticas, los pagos de la hipoteca, la comida basura, la tele basura, el todo basura, ex mujeres enfadadas, hijos con déficit de atención y el gran atractivo de comer pollo en un cubo mientras se mandan e-mails a clientes a las ocho de la tarde en un fin de semana.
Hagamos el cálculo. Podemos funcionar (a veces de maravilla) con seis horas de sueño por la noche. Durante siglos, ocho horas de trabajo han sido más que suficientes (no deja de ser irónico que trabajemos más horas desde que se han inventado Internet y los smartphones). Con cuatro horas sobra para recoger a los niños, adecentar el piso, comer, limpiar y el resto de etcéteras. Nos quedan seis. Trescientos sesenta minutos para hacer lo que queremos. ¿Lo que queremos es limitarnos a atontarnos y hacer aún más rico al directivo discográfico Simon Cowell? ¿Pasar el rato en Twitter y Facebook buscando un romance, un bromance, gatos, partes meteorológicos, necrológicas y cotilleos? ¿Emborracharnos nostálgica y desastrosamente en un pub en el que ni siquiera se puede fumar?
¿Y si pudieras aprender todo lo que hay que saber para tocar el piano en menos de una hora (algo que sostenía, de forma correcta desde mi punto de vista, el fallecido y genial Glenn Gould)? Las nociones básicas de cómo ensayar y cómo leer partituras, la mecánica física del movimiento de los dedos y la postura, todas las herramientas necesarias para llegar a interpretar una pieza, se pueden escribir y transmitir como si fuera el manual para montar un mueble en casa; luego ya solo depende de ti dedicarte a gritar y chillar y clavarte clavos en los dedos con la esperanza de poder descifrar algo indeciblemente incomprensible, hasta que, si tienes mucha suerte, acabas algo que se parece a medias al producto original.
¿Y si por doscientas libras pudieras comprarte un viejo piano vertical por eBay y que te lo llevaran a casa? ¿Y si luego te dijeran que con el profesor adecuado y cuarenta minutos diarios de ensayo bien hecho puedes aprender en pocas semanas una pieza que siempre has querido tocar? ¿No merece la pena explorar esta posibilidad?
¿Y si en vez de un club de lectura te unieras a un club de escritura? En el que todas las semanas tuvieras la obligación (de verdad) de llevar tres páginas de tu novela, novela corta, obra de teatro, para leerlas en voz alta.
¿Y si en vez de pagar las setenta libras mensuales que te cuesta un gimnasio al que le encanta hacerte sentir gordo, culpable y a años luz del hombre con el que tu mujer se casó, te compras unos lienzos en blanco, pinturas, y pasas un rato todos los días creando tu versión del “te quiero” hasta darte cuenta de que cualquier mujer al lado de la cual valga la pena estar querría acostarse contigo en ese mismo momento justo por eso, a pesar de que no tengas unos abdominales perfectos?
Yo estuve diez años sin tocar el piano. Una década de muerte lenta en la que trabajé en la City llevado por la codicia, en pos de algo que nunca llegó a existir (seguridad, autoestima, ser Don Draper aunque un poco más bajito y sin tantas mujeres alrededor). Solo cuando el dolor de no estar tocando se hizo mayor que el dolor imaginado de si estar haciéndolo, tuve los cojones suficientes para dedicarme a lo que realmente quería, a lo que me había obsesionado desde los siete años: ser concertista de piano.
Es verdad que fui un poco extremista: cinco años sin ingresos, seis horas diarias de ensayo intenso, clases mensuales de cuatro días con un profesor brillante y de rasgos psicópatas en Verona, el ansia de algo que era tan necesario que me costó el matrimonio, nueve meses en un hospital mental, casi toda mi dignidad y unos quince kilos de peso. Y puede que el resultado no sea el final feliz que me había imaginado mientras, con diez años, escuchaba como Horowitz se zampaba a Rajmáninov en el Carnegie Hall.
Mi vida comprende infinitas horas de ensayos repetitivos y frustrantes, habitaciones de hotel solitarias, pianos chungos, críticas escritas con toda la mala leche del mundo, aislamiento, programas de puntos de líneas aéreas que no hay quien entienda, fisioterapia, momentos de aburrimiento nerviosos (contar los azulejos del techo mientras la sala se va llenando lentamente) interrumpidos por breves fases de presión extrema (tocar ciento veinte mil notas de memoria en el orden correcto con los dedos correctos, el sonido correcto, los pedales correctos, mientras hablo de los compositores y de las piezas, sabiendo que están presentes críticos, aparatos de grabación, mi madre, los fantasmas del pasado, y que todos me observan) y, quizá lo más descorazonador de todo, también debo lidiar con la certeza de que jamás daré un recital perfecto. Con suerte, con grandes esfuerzos, y siendo muy generoso conmigo mismo, solo puedo llegar a un “nivel aceptable”.
Y sin embargo… la recompensa de coger un montón de papeles llenos de tinta de una estantería de la tienda Chappell de Bond Street es indescriptible. Llevártelos a casa en metro, colocar la partitura, un lápiz, café y un cenicero en el piano y acabar al cabo de unos días, semanas o meses, siendo capaz de interpretar algo que un compositor loco, genial, chalado, de hace trescientos años, escuchó en su cabeza mientras el dolor o la sífilis lo volvían loco. Una pieza musical que siempre dejara perplejas a las grandes mentes del mundo, que no puede explicarse, que sigue viva, flotando en éter, y que lo seguirá haciendo durante varios siglos. Eso es algo extraordinario. Yo lo hice. Y lo hago continuamente, cosa que no deja de sorprenderme.
El Gobierno esta llevando a cabo recortes en los estudios musicales de los colegios, cargándose las becas artísticas con el mismo júbilo que siente un niño estadounidense y obeso en la heladería Baskin Robbins. De modo que, aunque solo sea por joder, ¿no merece la pena luchar contra eso con algún gesto pequeño? Escribe tu puto libro. Apréndete un preludio de Chopin, ponte en plan Jackson Pollock con los niños, pasa unas horas redactando un haiku. Hazlo porque importa, incluso sin la fanfarria, el dinero, y la fama y las sesiones de fotos para la revista Heat a las que todos nuestros hijos creen hoy que tienen derecho porque Harry Styles ha salido en ella.
Charles Bukowski, héroe de los adolescentes angustiados de todo el planeta, nos pide que “encontremos lo que nos encanta y dejemos que nos mate”. Quizá el suicidio por creatividad sea algo a lo que aspirar en una época en la que la mayoría de la gente conoce mejor a Katie Price que el Concierto “Emperador”.
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Bach, Variaciones Goldberg, aria da Capo
Glenn Gould, Piano
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Bach inició y concluyó sus Variaciones Goldberg con la misma aria de treinta y dos compases. Treinta y dos, por cierto, es también el número total de variaciones de la obra. LA pieza completa un círculo y termina donde empezó, por que los treinta y dos compases del principio y del final son idénticos nota a nota. Aunque, evidentemente, al escucharla nos encontramos en un lugar muy distinto de aquél en el que estábamos sesenta minutos antes (siempre que el pianista haya hecho bien su trabajo). Gracias a Bach hemos emprendido un viaje que interpretamos y experimentamos a través de nuestros recuerdos, sentimientos y condicionantes. Tu reaccionarás de forma distinta a como lo hago yo, y viceversa. Eso es lo glorioso de la música, sobre todo en piezas tan inmortales como ésta7.
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Extractos: James Rhodes. Instrumental. Memorias de música, medicina y locura. Barcelona: Blackie Books S. L. U., 2014.
[nota personal del autor del presente extracto: una pena que se haya utilizado, para la escritura (o traducción) de este libro tremendamente instructivo y conmovedor, un lenguaje por momentos un tanto vulgar y soez. Lo cortés no quita lo valiente, en mi opinión. Y la búsqueda de lo provocativo por lo conceptual siempre es más interesante que lo por lo formal, es más universal y atemporal]
1. pág. 17
2. cit. en pág. 95
3. cit. en pág. 62
4. pág. 109-110
5. pág. 187-188
6. pág. 234-237. Publicado originalmente en el blog de Cultura de The Guardian el 26 de abril de 2013.
7. pág. 257