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Entender una fotografía (1972)

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Hace más de un siglo que los fotógrafos y sus apologistas reclaman que la fotografía se incluya entre las bellas artes. No es fácil saber si han llegado muy lejos en su defensa. Es cierto que, pese a ser practicada, disfrutada, utilizada y valorada por la inmensa mayoría de la gente, la fotografía no es considerada como un arte. Los argumentos esgrimidos por quienes han defendido su inclusión entre las bellas artes (yo mismo he estado entre ellos) han sido un tanto académicos.

Lo que hoy está claro es que la fotografía debe tenerse en cuenta, aunque no sea un arte. Parece que, al margen de su valoración, va a sobrevivir a la pintura y a la escultura, tal como se las entiende desde el Renacimiento. Hoy podríamos decir que ha sido una suerte para la fotografía que haya tan pocos museos con iniciativa suficiente como para abrir secciones de fotografía, pues ello significa que muy pocas fotografías se han preservado en un aislamiento sagrado. Y significa también que el público no ha llegado a pensar en ninguna fotografía como en algo fuera de su alcance (los museos funcionan como mansiones de la nobleza abiertas al público durante unas horas. El grado de esa “nobleza” puede variar, pero en cuanto una obra se lleva al museo, adquiere el misterio de un modo de vida que excluye a las masas).

Intentaré ser claro. La pintura y la escultura, tal como las conocemos, no están muriendo por una enfermedad estilística, ni por nada parecido a esa decadencia cultural que diagnostican ciertos profesionales horrorizados. Están muriendo porque en el mundo de hoy ninguna obra de arte puede sobrevivir sin convertirse en un bien con un valor económico. Y ello implica la muerte de la pintura y la escultura porque la propiedad se opone hoy, inevitablemente, como no se oponía en el pasado, a los demás valores. La gente cree en la propiedad, pero, en último término, en lo único que creen es en la ilusión de protección que proporciona la propiedad. Al margen de su contenido, al margen de la sensibilidad de un espectador concreto, no podemos hablar hoy de las obras de arte sino como meros signos del conservadurismo mundial.



Por su propia naturaleza, las fotografías tienen muy poco valor económico debido a que carecen del valor inherente a la exclusividad o la singularidad. El principio en el que se basa la fotografía es que la imagen resultante no es única, sino, por el contrario, reproducible hasta el infinito. Así, en los términos del siglo XX, las fotografías son registros de las cosas vistas. Digamos que no están más cerca de las obras de arte de lo que podrían estarlo los electrocardiogramas. Así nos liberaremos de ciertas ilusiones. Nuestro error ha consistido en tener en cuenta ciertas fases del proceso de creación a la hora de categorizar como arte algunas cosas. Pero, lógicamente, esto puede convertir en arte todos los objetos hechos por el hombre. Es más útil categorizar el arte de acuerdo con lo que ha llegado a ser su función social. El arte funciona como propiedad, y por consiguiente, las fotografías no pueden incluirse en esa categoría.

Las fotografías testimonian una elección humana en una situación determinada. Una fotografía es el resultado de la decisión del fotógrafo de que merece la pena registrar que ese acontecimiento o ese objeto se han visto. Si todo lo que existe se fotografiara continuamente, las fotografías carecerían de sentido. Las fotografías no celebran ni el acontecimiento ni la facultad de la visión en sí. Son un mensaje acerca del acontecimiento que registran. La urgencia de este mensaje no depende enteramente de la urgencia del acontecimiento, pero tampoco es completamente independiente de éste. En su forma más sencilla, el mensaje decodificado significa: He decidido que merece la pena registrar lo que estoy viendo.

Podemos aplicar esto por igual a la fotografía más memorable y al más banal de las instantáneas. Lo que las distingue es el grado de explicación del mensaje que aporta la fotografía, el grado en que la fotografía hace transparente y comprensible la decisión del fotógrafo. Y aquí llegamos a la paradoja de la fotografía, una paradoja que no suele entenderse. La fotografía es un registro automático, realizado con la mediación de la luz, de un acontecimiento dado; sin embargo, utiliza ese acontecimiento dado para explicar el hecho de registrarlo. Denominamos así “fotografía” al proceso de hacer consciente la observación.

Es necesario que nos libremos de la confusión producida por la perenne comparación entre la fotografía y las bellas artes. Prácticamente todos los manuales de la fotografía hablan de la composición. Una buena fotografía es una fotografía con una buena composición. Pero sólo es cierto si consideramos que las imágenes fotográficas imitan a las imágenes pintadas. La pintura es el arte de la composición y, por consiguiente, parece razonable esperar cierto orden en lo que se dispone ante nuestros ojos. En una pintura, todas las relaciones entre las formas se adaptan hasta cierto punto a la finalidad que tiene el pintor en mente. Éste no es el caso de la fotografía (a no ser que consideremos como tal esas absurdas obras de estudio en las que el fotógrafo dispone todos los detalles del tema fotografiado antes de tomar la foto). La composición, en el sentido más profundo y pedagógico de la palabra, no tiene lugar en la fotografía.



La disposición formal de una fotografía no explica nada. Los acontecimientos retratados son misteriosos en sí mismos o explicables según el conocimiento que el espectador tenga de ellos antes de ver la fotografía. ¿Qué es, entonces, lo que da sentido a una fotografía en cuanto que fotografía? ¿Qué es lo que amplía y hace vibrar ese mínimo mensaje de He decidido que merece la pena registrar lo que estoy viendo?

El verdadero contenido de una fotografía es invisible, porque no se deriva de una relación con la forma, sino con el tiempo. Podría decirse que la fotografía está tan cerca de la música como de la pintura. Acabo de decir que las fotografías testimonian una elección humana. Esta elección no se establece entre fotografiar x o fotografiar y, sino entre fotografiar en el momento x o en el momento y. Los objetos registrados en cualquier fotografía (desde el más impactante al más común) transmiten aproximadamente el mismo peso, la misma convicción. Lo que varía es la intensidad con la que se nos hace conscientes de los polos de ausencia y presencia. Entre estos dos polos es donde la fotografía encuentra su significado (el uso más popular de la fotografía es como recuerdo de lo ausente).

Al mismo tiempo que registra lo que se ha visto, una foto, por su propia naturaleza, se refiere siempre a lo que no se ve. Aísla, preserva y presenta un momento tomado de un continuo. La fuerza de una pintura depende de sus referencias internas. Su referencia al mundo natural más allá de los límites de la superficie pintada nunca es directa; opera siempre con equivalentes. O, para decirlo con otras palabras: la pintura interpreta el mundo traduciéndolo a su propio lenguaje. Pero la fotografía no tiene un lenguaje propio. Se aprende a leer las fotografías de la misma manera que se aprende a leer las huellas o un electrocardiograma. El lenguaje en el que opera la fotografía es el lenguaje de los acontecimientos. Todas sus referencias son externas a sí misma. De ahí el continuo.



Un director de cine puede manipular el tiempo de la misma forma que un pintor puede manipularla confluencia de los acontecimientos que describe. No es el caso del fotógrafo. La única decisión que puede tomar el fotógrafo es del momento que elige aislar. Sin embargo, esta aparente limitación es lo que confiere a la fotografía su fuerza singular. Lo que muestra invoca lo que no muestra. Basta con mirar cualquier fotografía para comprobar que es cierto. La relación inmediata entre lo que está presente y lo que está ausente es particular a cada fotografía: puede ser la existente entre el sol y el hielo; entre el dolor y la tragedia; entre la sonrisa y el placer; entre un cuerpo y el amor; o entre el caballo ganador y la carrera que acaba de correr.

Una fotografía es efectiva cuando el momento registrado contiene una medida de verdad que es aplicable en general y que revela lo ausente igual que lo que está presente en ella. La naturaleza de esta medida de verdad y la manera para apreciarla varían enormemente. Puede ser una yuxtaposición, una ambigüedad visual y una configuración. Esta verdad nunca es independiente del espectador. Para el hombre que lleva en la cartera una fotografía de su novia tomada en un fotomatón, la medida de la verdad de una fotografía impersonal seguirá dependiendo de las categorías generales arraigadas en la conciencia del espectador.

Puede que todo esto recuerde al viejo principio de la transformación de lo particular en lo universal que lleva a cabo el arte. Pero la fotografía no opera con constructos. En la fotografía no se da transformación alguna. Sólo hay decisión; sólo hay enfoque. Ese mensaje mínimo que encierran las fotografías podría ser menos simple de lo que pensábamos al principio. En lugar de ser: He decidido que merece la pena registrar lo que estoy viendo, ahora podríamos decodificarlo como: Se puede valorar el grado en el que creo que merece la pena ver esto mediante lo que voluntariamente no muestro porque ya está contenido en lo que muestro.

¿Por qué complicar así una experiencia cotidiana que es la experiencia de ver una foto? Porque la simplicidad que normalmente atribuimos a esa experiencia supone una confusión y un derroche. Pensamos en las fotografías en cuanto obras de arte, en cuanto pruebas de una verdad particular, en cuanto réplicas exactas o en cuanto nuevos objetos. Cada fotografía es, en realidad, un medio de comprobación, de confirmación y de construcción de una visión total de la realidad. De ahí el papel crucial de la fotografía en la lucha ideológica. De ahí la necesidad de que entendamos un arma que estamos utilizando y que puede ser utilizada contra nosotros.

Extracto: John Berger. Sobre las propiedades del retrato fotográfico. Barcelona: Editorial Gustavo Gili, 2006.

Fotografías: Chema madoz


 


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