Tres casas patio (2015)
Profundizar en las características y matices de la arquitectura –del arte- tiene el peligro de contribuir a la construcción de un universo autónomo y distante, autorregulado y compacto, que la gente percibe de manera aberrante, como si de una institución perversa se tratase.
No es el caso de la química orgánica o la patología del codo: se puede escuchar una disertación sobre los diversos aspectos de la ciencia, con la convicción de que lo tratado es competencia de los especialistas. Todo el mundo creerá que los avances en ambos campos nos llegarán por los químicos y los médicos, respectivamente.
Cuando se habla de arte, nadie cree que su estudio corresponde a un dominio privado: efectivamente, las obras son públicas y cualquiera tiene derecho a disfrutar de ellas, lo que no presupone que las opiniones que suscitan deban considerarse acertadas por el hecho de ser personales. El arte se considera, pues, una actividad del espíritu orientada a emocionar al público: si el espectador ve afectados sus sentimientos, el propósito del artista se ha cumplido. Entrar en los valores que determinan la calidad de la obra se considera, a menudo, impertinente.
Hace unos días, en una sobremesa, alguien me dijo que sabía demasiado para disfrutar del arte; la impertinencia escondía, en realidad, un axioma mucho más teórico, a saber, que la condición de la experiencia auténtica del arte es la ignorancia del espectador. Seguramente a mi contertuliano le enseñaron en el colegio que el arte se siente, no se aprecia; que el conocimiento es contrario a la emoción, y la emoción, una alteración de ánimo específica de la experiencia estética. No entraré a discutir la inconsistencia del argumento: es conocida la indigencia teórica con que el arte se acostumbra a divulgar en las aulas. Simplemente dejo constancia de un tópico que a fuerza de repetirlo ha llegado a formar parte de lo que entendemos como sentido común.
Este pequeño incidente, que en pocos días se ha repetido en condiciones similares, me hizo ver lo irresponsable de elaborar discursos rigurosos y refinados sobre el arte, si no se hace previamente una declaración de lo que se entiende por artístico, por un lado, y de las características de la experiencia artística, por otra.
Se nos ha enseñado que el atributo de la obra de arte es la belleza, y que esta cualidad produce un placer que tiene el origen en la sensibilidad del espectador. Tener el origen en los valores sensitivos del sujeto no quiere decir, en cambio, que se agote en los sentidos, sino que éstos actúan en el marco de un proceso de intelección sensitiva más complejo; visual, en el caso de la arquitectura y las artes plásticas.
Por ello, es fundamental distinguir, como hizo Kant hace más de doscientos años, entre dos tipos de placer: el sensitivo y el estético. El primero es el que se resuelve en el sentido que transmite la experiencia: saborear un buen jamón de bellota produce un placer que se prolonga mientras dura la degustación. Es de tipo sensitivo y configura el gusto del individuo, a la vez que está determinado por la asunción de gustos convencionales: la cerveza, incluso los refrescos de cola, al principio no suelen gustar. La socialización de los valores sensitivos y simbólicos hace que en poco tiempo gran parte de los consumidores rocen tasas de auténtica adicción. Algo parecido ocurre con Picasso y- por qué no decirlo- con Velázquez y Goya: hemos oído decir que son unos genios –cada uno en su estilo, claro está-, y al mirar su obra sentimos una emoción indescriptible. Incluso somos capaces de identificar algunos de los rasgos más evidentes de su pintura que manuales y guías de museos señalan con sagacidad y displicencia, respectivamente.
Tal situación, que en realidad se apoya en una impostura generalmente aceptada, configura una idea de lo artístico como atributo de algunas obras capaces de estimular el agrado espontáneo de la gente que las mira con buena voluntad y con el ánimo dispuesto a cualquier cosa.
¿Cómo interferir la expresión inmediata del sentimiento con reflexiones de cariz intelectual? ¿Cómo argumentar el placer que provoca la degustación de una buena paella? Y eso se aplica igual al arroz que al museo Guggenheim de Bilbao: “Tu dirás lo que quieras pero a mi me gusta”, suele ser la respuesta mas común cuando intento explicar en una sobremesa por qué el notorio museo no está bien, más allá de la indiferencia que me suscita.
Mi contertuliano describe una sensación de placer suscitada por el artefacto, que ha experimentado con anterioridad, por lo que veo, ante la presencia de cachivaches similares; acaso es la primera vez que ve algo parecido, pero su intuición determina el placer con que celebra el evento. Sólo en último lugar, y discretamente, para no herir su estima, cabría considerar la influencia que sobre su placer haya podido ejercer la calurosa acogida del armatoste por los medios de comunicación. Yo, en cambio, apelo a unos valores relacionados con la materia, la construcción, el orden, la forma, esto es, recurro a unos criterios de intelección visual que me permiten elaborar un juicio estético que da lugar a una valoración: no está bien.
En este punto entra en acción otra variable: el placer estético, tan subjetivo como el sensorial pero que, a diferencia de éste, no se agota en el sentido que provoca el estímulo. El placer estético moviliza los instrumentos de conocer, la imaginación y el entendimiento, y está ligado al reconocimiento de la forma; es decir, comporta un juicio estético. Juicio subjetivo, como he dicho, pero orientado hacia lo universal –lo que hace referencia a un sujeto trascendental, que contiene todo aquello que los sujetos tienen en común, no a un individuo sociológico, entidad fundada en aquello que nos hace a los humanos relativamente diferentes.
No se puede hablar de arte, pues, en el nivel del placer sensitivo: como se ha visto, sería discutible apoyar una actividad del espíritu en un tipo de placer provocado por estímulos tan diversos como Picasso y el jamón de bellota. Si es así –y reservamos al dominio de lo artístico sólo lo que es capaz de soportar un juicio estético- saber de lo que se habla no será un impedimento para la experiencia estética sino, por el contrario, la condición necesaria para que tal experiencia se dé.
Mientras la realidad vital –el motivo del cuadro, si hablamos de la pintura- y la realidad estética –la estructura visual de la obra- coincidían en la materialidad del objeto pictórico, era relativamente fácil hacer un juicio sensitivo sobre el motivo y creer que se había hecho un juicio estético sobre la forma. La estabilización de los sistemas artísticos daba lugar a convenciones, dentro de las cuales –y con un esquema rigurosamente jerárquico- los sectores influyentes de la sociedad extendían sus criterios de gusto al resto de sectores subalternos.
La modernidad, al sustituir la mímesis por la construcción como criterio de producción de la obra de arte, acentúa los aspectos más abstractos de la forma, los más universales, y elimina cualquier referencia figurativa que, representando la realidad vital, sea capaz de crear la ilusión de una experiencia de la obra que será necesariamente falsa. Esto lo explicó de modo magistral Ortega y Gasset en el diario El Sol hace ya más de setenta y cinco años, y se publico en 1925 bajo el título La deshumanización del arte.
¿Cómo saber que el señor que se aproxima más de lo prudente a la Venus del espejo, de Velázquez, lo hace para apreciar algún detalle técnico de la pintura o lo que pretende es, simplemente, apreciar más de cerca los encantos de la señorita? Una tela de Malevitch, pongamos por caso, no provocaría una duda similar: en ella no cabe apreciar más que la realidad estética; cualquier aproximación, por pasión que se ponga en el acto, no revelará más que el cuarteado de la costra de la pintura.
De ahí la impopularidad esencial del arte moderno a la que Ortega se refiere en el escrito que comento: el arte moderno escamotea sus encantos, para continuar con el ejemplo de Velázquez; impopularidad que sólo quiere decir que el arte moderno no gusta por que no se entiende. Es el desconocimiento lo que crea indiferencia o rechazo, si bien a menudo esta sensación se expresa con un no sé qué decir. El arte moderno se funda en criterios que hay que conocer; no ha de verse como consecuencia de un elitismo excluyente, de carácter antisocial, ni menos como fruto de un empeño desatado por sorprender.
El arte moderno tensa la capacidad de intelección visual del hombre, al tiempo que disciplina su impulso creativo con una aspiración a lo universal que presagia el reconocimiento de la forma. Para que ello suceda, se ha de disponer de unos criterios visuales que permitan el juicio estético. Criterios accesibles al resto de posibles sujetos de la experiencia, en la medida en que los pueden poseer –aunque sea en estado embrionario- como rasgo de la especie; cualidades que hace falta reconocer y desarrollar, como la capacidad de equilibrio que permite a los humanos montar en bicicleta.
La experiencia auténtica de una obra moderna de arte no depende del conocimiento de sistemas o cánones de validez general. Su calidad no está en función de un parecido a otra considerada ejemplar: cada objeto tiene una legalidad específica, relativamente autónoma, que sólo se puede reconocer por medio de un juicio estético, subjetivo pero competente.
El juicio estético, como el moral, no tiene objeto de conocimiento; se basa en la existencia previa de valores pero, a diferencia de éste, no es interesado: el hecho de tomar una decisión de carácter moral que afecta a alguien supone ponerse en el lugar del afectado por el acto; el juicio es, por tanto, interesado. Nada de ello ocurre con el arte, donde el sentido de un juicio no comporta recompensa alguna para el sujeto que lo realiza. El juicio estético, pues, no tiene objeto; es subjetivo y reconoce en la obra rasgos formales que responden a valores estéticos del sujeto: es una forma activa –constructiva- de mirar.
Este juicio subjetivo, orientado hacia lo universal, es necesariamente histórico: no se produce desde la nada hacia una abstracción, sino que el sujeto, al realizarlo, escoge entre las doctrinas y técnicas que el tiempo histórico pone a su alcance, con lo que el acto de juzgar supone también una toma de posición ideológica. El sujeto, mediante el juicio, asume determinados valores y mitos de su tiempo, y rechaza otros; interpreta el marco cultural y social: en este aspecto, la aspiración a la universalidad del juicio estético, lejos de instalar la experiencia en un limbo intemporal, comporta una sanción histórica del momento –crítica que se lleva a cabo, como se ha visto, mediante la elección de los materiales intelectuales y técnicos que ayuden al reconocimiento de la obra.
El componente idealista de la noción kantiana de juicio estético, a que hago referencia, no excluye, pues, la dimensión empírica del acto, es decir, lo que lo refiere a la realidad concreta: la inevitable historicidad del juicio se fundamenta en la elección de los criterios que soportan el reconocimiento y la valoración inevitable de la obra de arte.
El criterio de consistencia es determinante del juicio: a la unidad, la jerarquía y la simetría, propias de la composición clásica, corresponden la consistencia, la clasificación y el equilibrio, en la forma moderna. Al tipo, como esquema canónico de la organización del espacio, que estabilizó tanto la producción como el uso de la arquitectura del clasicismo, corresponde la concepción, como momento formativo, en la arquitectura moderna.
El arte moderno rechaza, así, toda legalidad sistemática, genérica, para hacer de la concepción de cada obra el proceso que le conferirá legalidad propia; legalidad que, como se ha visto, el espectador advertirá mediante el juicio estético, al reconocer la formalidad de cada objeto específico.
Las denominaciones de racionalismo y funcionalismo con las que a menudo se describe la arquitectura moderna no han ayudado en absoluto a la difusión de su auténtico sentido. Explicarla como producto de la técnica industrial o de una moral nueva tampoco ha facilitado que se aclarase su aportación genuina: los motivos de la trascendencia de la revolución que supuso la modernidad arquitectónica y artística a la historia –comparable, a mi juicio, a la que tuvo el Renacimiento- son de carácter estético: la modernidad realiza una idea de arte que describió de modo ejemplar Kant a finales del siglo XVIII, y se incubó a lo largo del siglo XIX, bajo las teorías formalistas del arte. Las vanguardias constructivas de principios del siglo XX dieron cuerpo a lo que hasta entonces no era sino una doctrina sin referente.
La propia dificultad que plantea la modernidad para difundirse de modo espontáneo, en un ambiente intelectual dominado por un hegelianismo que hace del arte un aspecto de la religión –lo que explicaría su ocaso con la emergencia de la subjetividad romántica- ha determinado que la modernidad artística sea, acaso, el fenómeno del siglo XX más glosado y, a la vez, menos comprendido.
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Piñón, Helio. El formalismo esencial de la arquitectura moderna. Barcelona: Edicions UPC, 2008. (pág. 115-118)
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Casa G (2014)
Imágenes: www.helio-pinon.org