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El encargo de Viola

16 abr 2016

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Fue el 15 de Junio de 1767 cuando Cosimo Piovasco di Rondó, mi hermano, se sentó por última vez entre nosotros. Lo recuerdo como si fuera hoy. Estábamos en el comedor de nuestra villa de Ombrosa, las ventanas enmarcaban las tupidas ramas del gran acebo del parque. Era mediodía, y nuestra familia, siguiendo una antigua tradición, se sentaba a la mesa a esa hora, pese a que ya cundía entre los nobles la moda, llegada de la poca madrugadora Corte de Francia, de almorzar a media tarde. Soplaba un viento del mar, recuerdo, y se movían las hojas. Cosimo dijo:

-¡He dicho que no quiero y no quiero!- y rechazó el plato de caracoles. Jamás se había visto desobediencia más grave.

(…)

– ¿Y bien?- dijo nuestro padre a Cosimo

– ¡No y no! Dijo Cosimo, y rechazó el plato.

– ¡Fuera de esta mesa!

Pero ya Cosimo nos había dado la espalda a todos y estaba saliendo de la sala.

– ¿A dónde vas?

Lo veíamos por la puerta de cristales mientras en el vestíbulo cogía su tricornio y su espadachín.

– ¡Yo lo sé!- corrió al jardín.

Al rato, por las ventanas, lo vimos trepar al acebo. Estaba vestido y peinado con toda propiedad, como nuestro padre quería que viniera a la mesa, a pesar de sus doce años: cabellos empolvados con lazo en la coleta, tricornio, corbata de encaje, frac verde con faldones, calzones de color malva, espadín y altas polainas de piel blanca hasta medio muslo, única concesión a un modo de vestir más acorde con nuestra vida campesina. (Yo, como sólo tenía ocho años, estaba exento de empolvarme el cabello, salvo en las ocasiones de gala, y del espadín, que en cambio me habría gustado llevar.) Y así subía al nudoso árbol, moviendo los brazos y piernas por las ramas con la seguridad y rapidez que procedían de las largas prácticas que habíamos hecho juntos.

(…)

Cosimo subió hasta la horqueta de una gruesa rama donde podía estar cómodo, y se sentó allí, con las piernas colgantes, los brazos cruzados con las manos bajo los sobacos, la cabeza hundida entre los hombros, el tricornio calado sobre la frente.

Nuestro padre se asomó al alfeizar.

– Cuando te canses de estar ahí cambiarás de idea!- le gritó.

– ¡Nunca cambiaré de idea!- dijo mi hermano, desde la rama.

– ¡Ya verás en cuanto bajes!

– ¡No bajaré nunca!

Y mantuvo su palabra.

El barón rampante (Italo Calvino, 1957)

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El encargo de Viola

Sus padres, emigrantes italianos a los que había sonreído la fortuna, habían comprado justo el día en que la niña cumplía tres años una vivienda de Frank Lloyd Wright en Shorewood Hills (Madison, Wisconsin), concretamente la casa que el arquitecto diseño y construyó para John C. Pew entre los años 1938-40. Durante los casi dos años que se emplearon para restaurar y acondicionar el edificio, la familia se trasladaba todos los fines de semana desde su residencia urbana en Milwaukee al jardín de la misma, residiendo en una pequeña construcción prefabricada de madera que con el tiempo se convertiría en el refugio personal de Viola, el lugar donde crecer y experimentar.

Ya desde muy pequeña Viola sintió una gran atracción por las ardillas que poblaban el jardín. Las observaba pacientemente e intentaba aproximarse a ellas, en numerosas ocasiones sin éxito. Le parecían los habitantes reales de aquel tranquilo lugar; se sentía casi una intrusa en aquella sociedad de seres diminutos tan organizada. Pasaba horas callada observándolas, sentada en una especie de silla de madera sin patas que su padre le había regalado; le llamaba la atención su forma de vida diurna, como desde el amanecer se activaban frenéticamente, saltando y corriendo sin descanso, desapareciendo totalmente al caer la noche e hibernando en las épocas de frío. Una mañana, aprovechando que las ardillas debían estar correteando por el suelo, decidió escalar hasta uno de los árboles en los que suponía se encontraba uno de sus nidos, pudiendo observar la precisa construcción de aquel habitáculo esférico de apenas 25 cm de diámetro, fabricado con palitos y ramas entrelazados y forrado con musgo para conseguir que fuese impermeable al agua de lluvia. Observó que disponía de dos entradas, una más grande que la otra, sistema infalible para poder escapar de su interior en el eventual caso del ataque de un depredador. Aquella primera aventura inconfesada le permitió a su vez percatarse del impresionante paisaje que era posible divisar desde la copa de aquellos árboles centenarios

Con el tiempo, Viola declaró necesitar ingerir diariamente una buena cantidad de frutos secos de todo tipo, especialmente piñones, mientras que las escaladas a las altas coníferas que poblaban el jardín familiar se hicieron más frecuentes. Sus padres, preocupados por tales actividades y el crecimiento anormal de sus incisivos, reclamaron la ayuda de su tío Italo, un extravagante escritor nacido en cuba –aunque nacionalizado italiano- que siempre había ejercido un gran poder de convicción sobre la niña, ahora ya joven adolescente. Su tío, hombre de gran imaginación, quedó fascinado por el relato de Viola, su identificación con aquellos diminutos y graciosos animales, la necesidad de escalar para observar el mundo desde las alturas, de respirar un aire más puro y limpio. De hecho, la conversación mantenida con la niña le inspiró uno de sus libros más célebres, El barón rampante, adjudicando el nombre de Viola a uno de sus personajes principales y más fascinantes.

Aunque Viola nunca abandonó su afición a trepar por los árboles, se convirtió en una estudiante modelo, decidiendo dedicar su vida al trabajo con las diferentes especies de ardillas que pueblan nuestros bosques. Su tesis doctoral, presentada a la temprana edad de 28 años –Semejanzas y diferencias en la posición a dos patas de las ardillas pigmeo africana y la ardilla gigante hindú– le permitió obtener una jugosa beca con la que iniciar una vida de investigación que culminaría con la creación de un laboratorio especializado y la realización de numerosos documentales auspiciados por la competente National Geographic.

Llegó sin embargo, un día, en el que Viola decidió asentar un poco la vida nómada que estaba llevando, saltando como un ardilla de bosque en bosque, de universidad en universidad. Decidió entonces emplear parte del dinero que había ahorrado en la compra de un terreno y la construcción de una pequeña colonia en Oak park, una tranquila zona residencial a las afueras de Chicago llena de ardillas y viviendas de Frank Lloyd Wright, recordando así de alguna manera el tiempo transcurrido en su domicilio familiar. Visitando la casa estudio de Wright, a escasos trescientos metros de la parcela que había comprado, conoció a una arquitecta de paso por Chicago con la que congenió rápidamente, ya que su último trabajo había sido el diseño y construcción de los decorados en miniatura para la película El gran hotel Budapest, de Wes Anderson, realizador cinematográfico del que Viola era una extrema admiradora. Sin duda, pensó, es la arquitecta perfecta -imaginando las maquetas de la película colonizadas por ardillas-, una persona acostumbrada a lo pequeño y a cuidar el detalle.

Las primeras conversaciones entre Viola y la arquitecta versaron sobre el programa a resolver, fundamentalmente residencial. El terreno que había comprado Viola era grande, pero el dinero a invertir escaso, por lo que llegaron al acuerdo de que el proyecto debería resolver un máximo de treinta viviendas, en las que se primaría la creación de un espacio ajardinado propio a las mismas nunca inferior al 40% de la superficie de cada una de las parcelas. Aunque la tentación de construir viviendas aisladas era grande, ambos llegaron a la conclusión de que no se trataba de un proyecto posible, en términos económicos, por lo que se adoptó la decisión de diseñar un conjunto unitario, lineal o compacto, subdivido como máximo en dos bloques no necesariamente iguales, en el que todas las viviendas compartiesen al menos un muro delimitador con la parcela contigua. La consecuente compactación que esta decisión conllevaba, se utilizaría para dejar una franja de terreno libre suficientemente extensa como para ser tratada como un pequeño bosquecillo, instando a la arquitecta a que se comprometiese con el diseño del mismo.

La arquitecta le propuso trabajar sobre dos tipologías posibles: la casa patio de una planta o la agregación lineal en altura. La joven promotora, que consideraba que ambas eran posibles, instó entonces a que se reflexionase sobre la posibilidad de combinar ambas, esto es: jugar con la creación de espacios abiertos privados, patios propios de la parcela, estructurando una vivienda fundamentalmente resuelta en planta baja, pero sin perder la posibilidad de crear un proyecto unitario fruto de la agregación de las diferentes unidades, ocasionalmente con volúmenes en un segundo nivel superior o en planta sótano o semi-sótano.

Viola tenía claro que una de las viviendas iba a ser para ella, solicitando a la arquitecta situarla en uno de los extremos de la ordenación y dotarla de una parcela generosa con el fin de ubicar una pieza destinada a residencia temporal de invitados, fuesen sus padres que ya estaban mayores o eventuales colegas profesionales que pudiesen visitarle. Dicha pieza añadida debía contener una habitación doble con cuarto de baño completo, una pequeña cocina, un salón y espacios de almacenamiento. En posteriores conversaciones entre ambos se llega al acuerdo de que sería posible que alguna vivienda más pudiese contar con este espacio de extensión, aunque no en todos los casos.

Las conversaciones relativas al programa de las viviendas no fueron siempre fáciles. Para la arquitecta, resultaba evidente que lo más rentable era que las viviendas fueran todas iguales, confiando en diferenciarlas con el tiempo mediante las futuras reformas que sus propietarios emprenderían. Viola, sin embargo, pensaba que la oportunidad de poder construir un número importante de viviendas debía aprovecharse para reflexionar sobre las diferentes formas de vida actuales. Finalmente, llegaron al acuerdo de trabajar dos tipologías diferentes: una para unidades familiares pequeñas y otra para familias numerosas, con una mayor necesidad de espacio.

La vivienda más pequeña, que es la que Viola deseaba para si misma, debía contar con dos dormitorios con cama doble –uno de ellos al menos con cuarto de baño propio- en los que fuera posible integrar una mesa de trabajo; una cocina generosa, con despensa, independiente del salón (aunque puede integrar el comedor); un salón o salón/comedor suficientemente dimensionado para poder contener un piano de cola; una biblioteca; otro cuarto de baño; un eventual aseo para invitados; espacios de almacenamiento y un garaje o cobertizo para un vehículo.

La otra vivienda debía resolverse añadiendo a este programa dos habitaciones más, simples o dobles, y dotando a la misma de las unidades de servicios higiénicos adecuadas. Por supuesto, el proyecto debía reflexionar sobre el diferente carácter de intimidad en cada una de las tipologías, así como el diferente o no tamaño de los espacios comunes diurnos, adaptándose al numero de personas residentes. En ambos casos, Viola solicitó que todas las piezas que componían las viviendas disfrutasen de iluminación y ventilación natural, al exterior o al interior de la parcela, con la ocasional excepción de un eventual aseo o cuarto de baño, que podía no estar ventilado. Todas las viviendas, por último, debían resolver adecuadamente un espacio de almacenamiento proporcional a los habitantes que las iban a ocupar.

Viola dejó a criterio de la arquitecta la posibilidad de incluir un espacio para guardar un coche en cada una de las unidades, o crear un cobertizo anexo común a toda la agregación con capacidad suficiente para un vehículo por vivienda.

En una tarde nostálgica y lluviosa de otoño, mientras Viola se encontraba sola en su terreno reflexionando sobre el proyecto encaramada a un árbol, se acordó de aquellas construcciones esféricas, aquellos nidos ligeros hechos con maderas y musgo que poblaban los árboles de su residencia infantil y que ahora le resultaban tan familiares. Y se acordó especialmente de la versatilidad que proporcionaba a aquellos diminutos roedores el poder contar con dos accesos. También recordó aquella aventura primera, aquella primera escalada en la que ganó la posibilidad de disfrutar un paisaje hasta entonces desconocido.

Resueltamente, llamó entonces a su arquitecta desde la copa del árbol y le encomendó tres tareas. La primera de ellas, la de incorporar a todas las unidades un pequeño espacio de trabajo o para hobbies personales, no necesariamente conectado con la vivienda pero en cualquier caso planteado con acceso independiente. La segunda, la necesidad de que todas las viviendas pudiesen disponer de un espacio a doble altura, conectando la planta baja con un segundo nivel desde el que poder aproximarse algo más a las copas de los árboles. Finalmente, solicitó a su arquitecta que la madera tuviese una presencia importante en el proyecto, fuera como estructura, como material constructivo de ciertos elementos o simplemente como revestimiento.

Ambos llegaron a la conclusión de que resultaba difícil discernir que cantidad de viviendas de una y otra tipología convenía construir, por lo que dejaron este aspecto libre. En cualquier caso, acordaron que una de los tipologías nunca podría superar el 70% de las unidades.

Respecto al tamaño y carácter de las parcelas, resultaba evidente que debía primarse el espacio libre sobre lo construido, ya que el solar era lo suficientemente grande como para alojar las viviendas sin tener que recurrir a una parcelación muy ajustada. La arquitecta propuso, sin embargo, que las parcelas no fuesen excesivamente grandes, tanto por temas económicos como por el hecho de que los habitantes realmente saldrían de sus viviendas cuando quisieran disfrutar del impresionante paisaje circundante. Viola aceptó este razonamiento, y su propuesta de comenzar a trabajar con tres tipos de parcelas diferentes: 7.5 x 30 m, 15 x 15 m y 15 x 30 m. La agregación final decidiría el número de parcelas de cada uno de los tipos, debiendo trabajarse al menos dos diferentes.

La arquitecta llegó a esta conclusión métrica tras estudiar múltiples combinaciones de las dos tipologías requeridas, concluyendo que 7.5 metros constituía el mínimo posible para resolver un frente de fachada razonable y que 30 metros era una profundidad máxima adecuada para poder desarrollar dos o más espacios cerrados con patios intermedios. Ello no implicaba dedicar la parcela más pequeña a la vivienda más reducida o, por otro lado, que las parcelas más grandes debieran destinarse a las residencias de familia numerosa. El estudio realizado permitía suponer que ello no tenía por que ser así, ya que las viviendas debían resolverse con más de una planta, existiendo además la posibilidad de incorporar el pabellón de invitados tanto en la residencia de Viola como en otras viviendas.

La joven promotora solicitó por último a su arquitecta que el proyecto contemplase las condiciones climáticas del lugar, especialmente en lo que respecta sus calurosos veranos ya que las viviendas se utilizarían básicamente como residencia de vacaciones, interponiendo sistemas pasivos de control solar con el fin de reducir al máximo el consumo energético para acondicionar las viviendas. Y, por supuesto, que intentase respetar el máximo número posible de árboles existentes… no iba a ser ella quien le quitase la vivienda a sus queridos roedores.

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Selección de trabajos de estudiantes ETSAV  PR2  Taller5

Curso 2014-2015

 

Raquel-Berman-VilaRaquel Berman Vila

 

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Pau-Mendoza-MunozPau Mendoza Muñoz

 

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Belen-Galve-HigonBelén Galve Higón

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Sheila-Perez-AndresSheila Pérez Andrés

 

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Natalia-cardona-GuerraNatalia Cardona Guerra

 

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Estefania-De-la-Calle-LopezEstefanía De la Calle López

 

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Elisa-Martin-GonzalezElisa Martín González

 

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Maria-Esparza-GalianaMaría Esparza Galiana

 

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Miguel-Angel-Cortes-PuigMiguel Ángel Cortés Puig

 

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Ana-Langa-LahozAna Langa Lahoz

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¡gracias a todos por vuestro trabajo!


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